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¿Qué fue de la Navidad de 1984?

  • Foto del escritor: ImplosiónRD
    ImplosiónRD
  • 23 dic 2020
  • 7 Min. de lectura

Por: Alberto I. Gutiérrez


San Luis Potosí, México


Algo cambió en la Navidad católica del 2019, y eso que no soy adepto a las cuestiones religiosas ni a sus celebraciones –situación que me ha dotado entre mis amistades el estatus de personaje gris–. Al principio creí que se trataba de una alteración de mi perspectiva personal sobre la vida y la festividad, puesto que la adultez suele implicar un detrimento del componente sorpresa para un incremento del elemento certeza. Pero con el transcurrir de los minutos, las horas y los días, otras personas se sumaron a esta observación aludiendo que algo se había roto, que simplemente se había colapsado.


El caso es que asistí a dos reuniones católicas en las que pude atestiguar una atmósfera umbría que opacaba la luminosidad de las series de luces navideñas, la vistosidad de los árboles de navidad y los envoltorios que resguardaban a los regalos de las miradas curiosas.


Ambas celebraciones disponían de un mismo cuadro sintomático, compuesto por los siguientes rasgos: apatía generalizada, inasistencia de familiares, desinterés en dialogar, sordera selectiva, cansancio, aburrimiento, personas que se iban temprano, reducción o supresión de acciones rituales, bajo consumo de alcohol e ingesta de comida y un uso desmedido de dispositivos de tipo tecnológico –smartphones, tablets, computadoras, consolas de videojuegos, entre otros−. En años anteriores estas situaciones daban asomos de estar ahí, pero fue hasta el 2019 en el que su visibilidad alcanzó niveles insospechados.


Todo lo anterior no solo fue advertido por el responsable de este texto, sino también por amistades de clase media entre los 14 y los 29 años, quienes calificaron sus reuniones como “aburridas”, “de hueva”, “down” o en las que hubiera sido preferible deambular en la oferta de películas de la plataforma Netflix, jugar videojuegos, “noviar” o simplemente no salir al mundo exterior.


Otros me compartieron una posición distinta, de carácter más instrumental, como el caso de aquellos aquejados por el trastorno antisocial de la personalidad narcisista, quienes me especificaron que acudían solamente para la ingesta de comida, bebida, recibir regalos y ser intentos fallidos de axis mundi. A este escenario, de actos de honestidad incómodos, los memes también abonaron al referirse a las problemáticas que subyacen en las celebraciones como las trifulcas de la parentela, los problemas de comunicación o las disputas por el patrimonio familiar.


Del total de síntomas, uno llamó poderosamente mi atención: la disminución en la cantidad y calidad de los deseos de “Feliz Navidad”. Esto lo constaté no solo ante el reducido número de felicitaciones que recibí a través de redes sociales −que fueron escuetos y no superaron los cinco mensajes, una cifra ínfima en comparación con años anteriores−, sino también en los establecimientos en los que realicé compras los días 24 y 25 de diciembre.


Al respecto, una amistad reconoció lo siguiente: “Antes yo me acuerdo de que, en las tiendas, o sea en años pasados, […] comprabas y te decían “¡Ay, Feliz Navidad! ¡Feliz Año Nuevo!”. “Y no, ahora compras y ya, así como de buen día, como súper equis, como si fuera un día normal, casi, casi, como una festividad cualquiera. Le bajaron un chorro de peso, no sé si nada más aquí, o sea nada más aquí en San Luis o si también en otros estados o qué onda”. Asimismo, en varios hogares fue relativamente poca la trascendencia que tuvo la medianoche del 24 de diciembre, momento de la celebración en la que se rememora el nacimiento del predicador Jesús de Nazaret y marca el inicio de la festividad de Navidad.


El cambio de la dinámica no solo fue notorio al interior de las celebraciones privadas, también estaba presente en jardines, calles y avenidas en las que dominó la quietud, algo que, en comparación con otras emisiones, no ocurría al combinarse la música navideña con las detonaciones, pudiendo competir sin problema con la banda sonora del filme bélico de su preferencia. Debo indicar que el estruendo de la pirotecnia fue casi inexistente, siendo el resultado de medidas positivas de supervisión gubernamental, el control de los gastos por parte de los padres y por campañas a favor del sistema nervioso de la fauna doméstica, muy pertinente esta última medida, aunque revela que el cuidado ecológico es más probable cuando la cara más amable de la naturaleza se ve afectada.


Sin el afán de desviarme de la temática y como un comentario adicional, he llegado a imaginar que los animales que sobrevivirán a la terrible era antropocénica, no solo serán aquellos que tienen utilidad al servirnos de sustento, como el caso del ganado vacuno, porcino, ovino, aviar o similares, sino los que dispongan de la capacidad de despertar ternura en nosotros, en un proceso de supervivencia nunca visto en la historia planetaria.


Ante este cúmulo de evidencias, huellas y omisiones, la Navidad católica del 2019 fue relativamente distinta a la de años anteriores, un fenómeno que no es producto del azar o el corolario de potencias repentinas como puede sugerirnos el pensamiento cotidiano, al tratarse de una situación que se ha ido construyendo a partir de la introducción de nuevos paradigmas tecnológicos, económicos y políticos.


Los factores que lo explican, repito, no son unicausales, algunos de ellos fueron identificados propiamente por personas adultas que lo asociaron a que trabajaron el 24 de diciembre o por el fallecimiento de las personas mayores, detentadores de la tradición, o los jóvenes que manifestaron que día con día son menos tolerantes al aburrimiento y a la inactividad. En el caso de los infantes, la situación con la Navidad dista de lo anterior, pues sabemos que se encuentran en vías de aprehender el mundo, por lo que tienden a ver la fecha con ilusión, aunque no comprendan un ápice de los fundamentos de la celebración.


Recuerdo que, en los días próximos al 31 de enero de 2019, alguien me preguntó si existía otra posible razón que explicara esta disminución en el espíritu festivo, descartando lo tecnológico, cuyos efectos son palpables para cualquier observador. En aquel momento, varias opciones pasaron por mi mente, pero le ofrecí un comentario en sintonía con los planteamientos de la obra “La ética protestante y el espíritu del capitalismo” de Max Weber: “La versión católica de Jesús es anti-mercado, por lo que en una sociedad de mercado sus acciones en la bolsa de valores de las religiones tenderán a disminuir”.


Fue un comentario que se puede encasillar como frío y polémico, quizá inexacto en términos financieros, aunque la reacción de mi interlocutor fue de lo más inquietante al no inmutarse en lo absoluto, para después decir que le parecía lógico y propio, a pesar de ser un participante asiduo de las actividades de su congregación religiosa. Al final del día no puedo establecer con certeza quién de los dos era el monstruo.


De entrada debe señalarse el impacto que ha tenido la educación en el pensamiento religioso, pero es interesante imaginar que ciertas modalidades se encuentran en mayor riesgo que otras, sobre todo cuando no están en armonía con los preceptos del capitalismo, tal como ocurre con la vertiente católica, además de que la institución ha caído de la estima de muchos tras sus escándalos por una falta de control en el capital humano y al no haber redoblado esfuerzos para la conversión, un aspecto que sí ha sido atendido por otras corrientes cristianas.


Profundizando en lo respectivo a Jesús, adolezco de precisión respecto a sus acciones y acontecimientos, pero tengo claridad sobre su posicionamiento central a favor de lo colectivo, eminentemente empático, sin ostentación y en oposición al mercado, esto último lo digo por el episodio ocurrido a las afueras del templo. En consecuencia, la trinchera ocupada por el predicador, que podría ser tenido como uno de los pioneros contra los efectos adversos del mercado y la sociopatía, contrarían el modo de vida actual marcado por una tendencia creciente a la mercantilización de los sujetos, la cosificación de estos y la búsqueda del beneficio personal, por lo que no me sorprendería una disminución en el número de feligreses que impacta, evidentemente, en las celebraciones.


Frases como “poner la otra mejilla” o “ser humilde”, máximas del pensamiento católico, constituyen enunciados que se oponen al paradigma social vigente que tiene en alta estima la depredación y en el que la línea entre ser “buena persona” y un zoquete es sumamente delgada. Con todo esto no sugiero como solución volver al seno religioso, retornar al oscurantismo, pero no hay que desestimar la pertinencia de recuperar las riendas de lo colectivo.


He de serles honesto en que durante muchos años me opuse a lo antedicho, por tratarse de un ideal que repetían una y otra vez diversas personas como panacea para luchar contra todos los frentes del invierno contemporáneo, sin embargo, si destacamos la dimensión política, el alcance es diametralmente distinto al no constituir solamente una estratagema para la supervivencia, sino un tipo de resistencia ante las fuerzas superiores que se empeñan en aplicar la máxima “dividir para reinar” para alcanzar ciertos objetivos como elevar la venta de productos y evitar el surgimiento de una oposición articulada.


No puedo evitar burlarme de mí mismo al recordar mi oposición juvenil hacia la Navidad y festividades análogas, pues mi sesgo de negatividad estaba dirigido exclusivamente a enfocar mi atención a las tragedias que involucraba el consumismo, la hipocresía y la teatralidad, pasando lo solidario a un plano accesorio y promoviendo sin querer una agenda ajena. Al cerrar del día, uno no sabe para quién trabaja, como dice un viejo adagio popular, y en qué maneras el sistema instrumentará las acciones particulares para garantizar su perpetuidad.


En fin, para concluir con esta instantánea de lo social que deja entrever un cambio en mi posición respecto a lo colectivo, a la vez de que se vuelve una reflexión pertinente ante este escenario pandémico global, me gustaría traer a colación un episodio clave de la novela “1984”, de George Orwell, una imagen que vale la pena que a dónde quiera que vayamos siempre la llevemos con nosotros: el momento en el que los personajes Julia y Winston se encontraron en el descampado, dejando atrás la vigilancia, el control y la opresión, para darse un abrazo, que más que una muestra de amor, aquello era una transgresión, una crítica… un acto político.

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